Ha causado un gran escándalo la filtración de un informe secreto encargado por el gobierno mexicano a propósito de la “guerra sucia” ocurrida bajo el Partido Revolucionario Institucional (PRI) en los años 70. En él se acusa a las fuerzas armadas de llevar a cabo una política genocida contra los sospechosos de actos subversivos en el sur del país entre fines de la década del 60 y comienzos de la del 80.

Aún tomando en consideración una serie de factores atenuantes, especialmente la circunstancia de que el Presidente Vicente Fox, quien comisionó el estudio, considera que el informe no concede el peso suficiente a los muchos abusos cometidos por los guerrilleros durante los años 70, la información es lo bastante potente como para desenmascarar (una vez más) el fraude absoluto que fue el PRI.

El ejercicio no es académico, por supuesto: muchos asesinos permanecen en libertad, quinientas personas están todavía “desaparecidas”, numerosas familias probablemente jamás verán que se hace justicia y el PRI es todavía una fuerza importante en la sociedad mexicana. Durante mi visita a México la semana pasada, tuve la oportunidad de conversar con algunos de los candidatos presidenciales así como también con un amplio espectro de intelectuales, representantes de empresas, y periodistas. El consenso generalizado apunta a que el PRI continuará ejerciendo un poder colosal a través de su estructura gubernativa en los estados y los municipios así como también en el Congreso, donde contará con un sólido bloque de votos. Aún cuando Roberto Madrazo, el candidato del partido que gobernó México durante gran parte del siglo 20, se encuentra en el tercer puesto, no puede ser descartado del todo.

La verdad más importante que contiene ese informe es la que no formula de manera directa: casi todo poder político reposa sobre la base del fraude. Por supuesto, en las democracias más avanzadas los controles y contrapesos limitan el alcance del fraude y por tanto sus consecuencias practicas. Pero incluso en países con cierto grado de prosperidad económica y una tradición democrática esos controles casi nunca son suficientes, por lo que las lecciones de la era del PRI poseen una significación universal.

Durante décadas, el PRI mantuvo la llamada “Doctrina Estrada”, una política exterior que debió su nombre a un ministro de relaciones exteriores de los años 20 y estuvo basada en el principio de la “no intervención”. En teoría, esto significaba: no nos importa lo que hagan en sus propios países, así que déjennos hacer los que nos plazca en el nuestro. En la práctica, quería decir: haremos la vista gorda y guiñaremos un ojo a cualquier corriente subversiva o gobierno que adopte la ideología tercermundista, incluidos los revolucionarios domésticos, cualesquiera sean sus crímenes, mientras ellos no promuevan una revolución activa contra nosotros en México. Esto se tradujo en una connivencia con toda clase de revolucionarios: el PRI otorgó a muchos de ellos un refugio seguro, apoyó sus causas en los foros internacionales, y proporcionó enormes subsidios a una clase intelectual a la que le estaba permitido criticar tibiamente al PRI de vez en cuando a cambio de la promesa de no cuestionar la premisa del partido único. Esta política ayudó a difundir y dar legitimidad a las ideas que se tradujeron en violencia y pobreza por toda la región latinoamericana.

Sabíamos, por supuesto, que esta política no vacunó a México, tal como lo esperaba el PRI, contra la revolución armada. Varios grupos entraron en acción en el sur del país en las décadas del 60 y del 70. Y justo cuando el Tratado de Libre Comercio de América del Norte entraba en vigor a mediados de los años 90, estalló la rebelión de Chiapas bajo el liderazgo de Marcos, ese emblema del “chic” político postmoderno. Sabíamos también que habían existido algunos episodios de represión gubernamental contra manifestaciones estudiantiles. Lo que desconocíamos hasta la aparición de este informe era que el fervor revolucionario en verdad enmascaraba lo que—según los propios estándares del PRI—solamente puede ser denominado una política genocida fascista o de extrema derecha, consistente en aniquilar a poblaciones enteras y asesinar a numerosas víctimas inocentes.

El PRI entendía bien los tiempos que corrían. Mientras mantuviese su ayuda corrupta a los revolucionarios dentro y fuera de México y una inflamada retórica antiimperialista, tenía carta blanca por parte de toda clase de intelectuales, movimientos de la sociedad civil y grupos de derechos humanos para practicar una negación sistemática de todo lo que el PRI, supuesto animal progresista, representaba. Por su puesto, resulta difícil recordar esto hoy en día, ya que la izquierda rompió con el PRI en la década del 90, cuando, en uno de sus muchos giros oportunistas, ese partido adoptó la globalización y comenzó a abrir (a medias) la economía. Pero la historia del PRI hasta ese momento es la de un fraude ideológico y político a escala colosal por razones de poder.

Los mexicanos harían bien en recordar esto cuando acudan a las urnas en julio y quienes no son mexicanos deberían prestar atención a este nuevo recordatorio de que, aún en manos de gobiernos que nos sentimos inclinados a apoyar, el estado puede ser, en palabras de Nietzsche, el más frío de todos los monstruos fríos.


Alvaro Vargas Llosa es Asociado Senior en el Independent Institute.