Si Nelson Mandela hubiera sido cubano en lugar de sudafricano, nunca hubiese sido galardonado con el Premio Nobel de la Paz ni se hubiese convertido en un icono de los derechos humanos y en un estadista del siglo XX. En cambio, habría sido un "plantado", uno de los presos políticos (los "inamovibles") que se negaban a cooperar con el régimen a cambio de penas más cortas y menores castigos.

"Cooperar" significaba aceptar el programa de reeducación y adoctrinamiento introducido a principios de los años 60 por Fidel Castro y el Che Guevara, entonces a cargo de "La Cabaña", una fortaleza del siglo XVIII convertida en prisión y campo de ejecución.

Para la mayoría de los plantados que pasaron décadas en las celdas de Castro, no hubo redención, excepto entre algunos de la comunidad de exiliados cubanos del sur de Florida. Muchos en Occidente, incluidos los autoproclamados campeones de los derechos civiles, eran ajenos a la difícil situación de los presos políticos de Castro, a menudo deliberadamente.

Por eso Plantados, una nueva película dirigida por Lilo Vilaplana, es importante. Estrenada recientemente en el Festival de Cine de Miami, sigue la historia de Ramón, un antiguo plantado que se escapó y descubre años después que su torturador, el teniente Mauricio López, vive impunemente con su familia en Miami.

El descubrimiento de Ramón nos traslada, a través de su dolorosa memoria, a las cárceles castristas, donde padeció las peores torturas y fue testigo de ejecuciones e incalificables actos de violencia contra otros presos políticos. Los castigos incluían ser arrojados a zanjas de alcantarillado, tener que permanecer desnudos durante días en minúsculas celdas compartidas por cuatro presos, donde sólo uno podía acostarse para dormir, sufrir rutinarias palizas, ver la humillación a la que eran sometidos sus seres queridos cuando los visitaban, y otras experiencias degradantes.

En Miami, Ramón y su familia, entre ellos el hijo de Jorge (apodado "el poeta" por otros reclusos), que murió en la prisión de Mauricio, se enfrentan a un dilema imposible: si matar a Mauricio y vengar su sufrimiento o intentar llevarlo ante la justicia, lo que probablemente no tendría resultado alguno en los tribunales estadounidenses.

Los plantados eran conocidos por preferir la justicia sobre la venganza, pero una cosa es tener principios en abstracto y otra tener que enfrentarse al dilema en carne y hueso. La película de Vilaplana presenta al espectador la desgarradora gama de dilemas morales y el drama psicológico derivados de la historia de los plantados.

En un momento dado, la esposa de uno de los presos le dice a su marido que ella y su familia están viviendo como parias por estar relacionados con los contrarrevolucionarios, para no mencionar las humillaciones sexuales sufridas al ingresar en la prisión los días de visita.

La historia de los plantados y sus perseguidores tiene también perdurables implicaciones morales para estos últimos. La familia de Mauricio, confrontada con los detalles de su vergonzoso pasado, se niega inicialmente a reconocer la verdad, es decir, a aceptar que han estado ciegos ante las atrocidades que el amoroso esposo y padre cometió en el pasado.

Y luego está la cuestión crucial de cuánta responsabilidad tenían los que sirvieron en las cárceles de Castro al cumplir las órdenes que recibieron. En un momento dado, un cabo que arroja a los prisioneros a los alcantarillados le dice a uno de ellos, un disidente: "Tú formaste parte de los vencedores y acabaste con los vencidos... y nosotros nos pusimos del lado de los comunistas". Lo que le está diciendo es que en un sistema totalitario sólo hay una forma de sobrevivir.

Años más tarde, Mauricio, confrontado por Ramón y su sobrino, les dice que él no fue el responsable de poner en marcha el sistema; sólo cumplía órdenes: "Si no hubiera sido yo, hubiese sido otro.... Ahora estoy con ustedes".

Pero la moraleja de Plantados es que usted siempre puede elegir, por muy estrechas que sean las opciones y por muy extenuantes que sean las circunstancias. Ellos optaron por la resistencia a sabiendas de que podía costarles la vida, como cuando se sacaron sangre de sus propias venas para teñir de rojo un trozo de pañuelo para poder blandirlo desde la ventana de su celda, como si fuera una bandera soviética, mientras abucheaban a un dignatario visitante.

Mario Chanes de Armas, que estuvo 30 años en las celdas de Castro, murió sin que el mundo reconociera su heroísmo. Eusebio Peñalver Mazorra, que soportó 28 años de torturas, algunas de ellas por motivos raciales por ser negro, nunca recibió el Premio Nobel de la Paz, como tampoco lo recibirán los demás que vivieron para contarlo y brindar breves testimonios personales al final de la película de Vilaplana. Ninguno de ellos recibirá el reconocimiento que merece.

La película de Vilaplana empieza, sólo empieza, a hacer justicia con estos héroes inamovibles.

Traducido por Gabriel Gasave

El original en inglés puede verse aquí.


Alvaro Vargas Llosa es Asociado Senior en el Independent Institute.