La estrategia del Presidente Bush en Irak es ahora clara. Y no me refiero al refrito de cinco puntos de las existentes perogrulladas incluidas en su reciente discurso “mayor” en el Army War College. Estoy hablando acerca del plan real, del de detrás de la escena. En los combates por la ciudad sunnita de Falluya y por las ciudades shiítas al sur de Bagdad, la administración Bush ha en esencia capitulado—esperando reducir, hasta que las elecciones en los EE.UU. hayan pasado, las imágenes de los combates, las mutilaciones y de la sangre estadounidense fluyendo hacia el público estadounidense.

En Falluya, los militares de los EE.UU. han retirado sus fuerzas, y la ciudad está siendo conducida por las guerrillas anti Estados Unidos y por un ex general del régimen de Hussein. De manera similar , los Estados Unidos han acordado retirar a la mayor parte de sus efectivos de las ciudades en el sur y permitir a los milicianos rebeldes de Moktada al-Sadr permanecer armados e intactos. Los militares estadounidenses han también acordado suspender su orden de arresto para al-Sadr (existen incluso rumores de ofrecerle a este “villano” o a sus simpatizantes un puesto en el gobierno interino, el cual será instituido el 30 de junio). Este más reciente cambio súbito de la administración Bush no tiene nada que ver con los alardes iniciales de “matar o capturar” a al-Sadr y de “destruir” a su milicia. De hecho, en una admisión implícita de que un Irak unificado y democrático nunca tendrá lugar, los Estados Unidos han elegido evitar el riesgo de desarmar a varios ejércitos y milicias en todo el país.

Obviamente, en el largo plazo, la estrategia de esta administración no hace nada por crear un Irak estable y pacífico. El plan es meramente un camino para en el corto plazo detener la hemorragia del presidente en las encuestas en el país y maximizar sus atenuadas posibilidades de una reelección. Entonces esta invasión se trató siempre menos acerca de hacerle la vida mejor a los iraquíes que de mejorársela a los neo-conservadores que secuestraron al gobierno estadounidense en su provecho en un proyecto de ingeniería social en ultramar.

Existe una mejor y más honorable forma de que la administración Bush se desenrede del atolladero iraquí lo suficientemente pronto como para que los recuerdos se esfumen antes de las elecciones de noviembre en los Estados Unidos, y que al mismo tiempo les brinde a los iraquíes la mejor oportunidad para la paz y la eventual prosperidad. Tal estrategia exige de una verdadera e inmediata auto-determinación para todas las facciones en Irak. Cada localidad podría enviar un representante a una convención constitucional sin la presencia de miembro alguno de las fuerzas armadas estadounidenses o de la autoridad de ocupación. De esta forma, la convención sería representativa de los puntos de vista de la sociedad iraquí. Los delegados no solamente negociarían la futura estructura del gobierno sino también cuestiones claves tales como la futura distribución de los ingresos petrolíferos. Los iraquíes ratificarían luego mediante un referéndum lo que la convención produjo. Más que probablemente, la convención constitucional produciría algún tipo de frágil confederación—otorgándole sustancial autonomía a los diversos grupos, tribus o regiones—o incluso tres o más estados independientes.

Las numerosas facciones iraquíes han retenido a sus milicias armadas debido a que le temen a la dominación de los otros grupos que podrían obtener el control del aparato gubernamental de un Irak unificado tras la ocupación. Tales temores podrían provocar una guerra civil. Pero la creación de una confederación frágil o una partición reduciría los temores y disminuiría las posibilidades de un conflicto sanguinario. Por supuesto, ninguna garantía de paz tiene mucha esperanza después de que la administración Bush abriera tontamente la Caja de Pandora al remover la única cosa que mantenía unido a este país faccioso y artificial—el dictador Saddam Hussein, a quien los EE.UU. alguna vez apoyaron durante años. Pero la auto-determinación es la mejor esperanza que queda.

Aquellos que afirman que tal acuerdo de “vivir y dejar vivir” entre las facciones iraquíes no podría ser alcanzado, tan sólo precisan echarle una mirada al caso de Sudan. El islámico gobierno sudanés y el principal grupo cristiano rebelde alcanzaron recientemente un acuerdo de paz para descentralizar el poder en el país a favor de los estados individuales, lo cual les daría a los rebeldes el control efectivo sobre la parte sur del país. Incluido en el acuerdo está un referéndum sobre la secesión que será celebrado dentro de seis años en varias partes del país. Las dos facciones convinieron también compartir los ingresos petrolíferos. A pesar de que el acuerdo negociado de la guerra civil de Sudán no es perfecto—el mismo no incluye a todas las facciones en el país—el episodio demuestra que el gobierno descentralizado entre grupos étnicos o religiosos puede brindarles a los combatientes armados suficiente comodidad como para negociar la paz. Pese a que los sunnitas oprimieron a los kurdos y a los shiítas bajo el gobierno de Saddam, la mala sangre entre los grupos en Irak no está para nada próxima al nivel del padecimiento provocado por el brutal conflicto sudanés (con más de 2 millones de víctimas).

Si el bienestar de los iraquíes fuese la meta suprema de los líderes de los EE.UU., la política exterior estadounidense en Irak estaría diseñada para evitar una similarmente desagradable guerra civil. En cambio, la estrategia conducida políticamente de la administración Bush de retener a un gobierno iraquí unificado, mientras apacigua a las facciones armadas que eventualmente intentarán obtener el control del mismo, es una receta para dicho desastre.

Traducido por Gabriel Gasave


Ivan Eland es Asociado Senior en el Independent Institute y Director del Centro Para la Paz y la Libertad del Instituto.