La intervención estadounidense fracasa

9 de September, 2003

La mayor parte de los problemas asociados con la colapsante política exterior de la administración Bush tienen un defectuoso tronco común: la intención de hacer ingeniería social con el mundo, empleando el poder militar o la intimidación.

En un discurso a la nación adornado con una retórica previsible, el presidente exigió que los aliados, las naciones del Medio Oriente y los miembros de las Naciones Unidas compartan la responsabilidad de rescatar a los Estados Unidos de sus auto-inflingidos atolladeros en Irak y Afganistán.

Con un resurgimiento del Talibán en Afganistán, frecuentes ataques con bombas a los oleoductos y a otros blancos prominentes en Irak, una infraestructura iraquí aún en la confusión de la guerra, y unos penosísimos $166 mil millones para ambas ocupaciones durante un período de dos años (por lo menos), usted pensaría que el presidente habría pedido (o quizás rogado), antes que exigido, la ayuda de otras naciones. Pero el exagerado orgullo de una superpotencia y de su líder–incluso cuando tienen sus espaldas contra la pared–nunca deberían ser subestimados.

Ese mismo atropello colocó a la administración Bush en este aprieto originalmente. La administración se aprovechó de los ataques del 11 de septiembre para dar a entender–sin evidencia alguna–que Saddam Hussein tuvo cierta complicidad en ellos y luego procedió–contraviniendo la carta de la ONU–a invadir a una nación soberana sin una justificación de autodefensa convincente. La invasión fue diseñada para intimidar a otros “malhechores”–por ejemplo, Irán, Corea del Norte y los grupos palestinos, tales como Hamas- a fin de que fuesen más obedientes con los deseos de los EE.UU..

No obstante, todos los aspectos de la combativa política exterior de Bush se encuentran ahora colapsando. Los neo-conservadores de la administración–acusando habitualmente a los liberales de ser bobos– exhibieron ellos mismos una saludable dosis de ingenuidad al afirmar que la democracia podría fácilmente ser llevada a Irak a punta de pistola y que la misma florecería posteriormente a través del Medio Oriente. La administración Bush falló en entender cuán odiados son los Estados Unidos en el Medio Oriente–una situación que es la resultante de muchos años de apoyar dictaduras autoritarias en la región, mientras se le rendía culto solamente a la democracia. Muchos en el Medio Oriente todavía recuerdan cuan poca democracia existe actualmente en Kuwait, pesa haber sido “liberado” por el primer Presidente Bush en 1991.

También, el descaro neo-conservador, de poner a civiles intervencionistas a cargo del Pentágono, denigró absurdamente la opinión experta del principal general del Ejército de que muchas más tropas serían necesarias para pacificar a Irak que las que ellos planearon utilizar en la invasión. El general sabía que eran ingenuos al intentar someter a un país del tamaño de California con fuerzas que solamente llenarían los estadios de las Universidades de Stanford y de Berkeley.

Como los Estados Unidos lo han hecho en la OTAN durante muchos años, se encuentran fastidiando a naciones amistosas para que destinen más tropas y recursos en Irak, mientras retienen el control. Francia y Alemania–que no apoyaron la invasión de Irak desde el comienzo–probablemente no podrían enviar más tropas allí, aún si sus gobiernos así lo deseasen. La opinión pública en esos países se encuentra aún volcada en contra de la ocupación estadounidense. Además, las tropas francesas y alemanas disponibles para el mantenimiento de la paz se encuentran inmovilizadas en otras partes del mundo. Incluso si las naciones del Consejo de Seguridad de la ONU acordasen otra resolución, los funcionarios de la administración son pesimistas acerca del número de las fuerzas extranjeras adicionales que podrían acumular. Mayormente, admiten que podrían conseguir tan solo entre 15.000 y 30.000 tropas adicionales provenientes de países tales como la India, Pakistán, y Turquía.

Con el caos en Irak que afecta negativamente la popularidad del presidente, él debe mantener la tapa sobre la violencia en Irak durante la campaña presidencial del año próximo, pero es poco probable que obtenga una gran cantidad de fuerzas extranjeras competentes para que lo ayuden en esa tarea. Estará entonces, enfrentado con la siniestra decisión política de lanzar a más tropas estadounidenses en la batalla. Eso suena otra vez como Vietnam–solamente que con mucho menos apoyo del público para las etapas iniciales de la escalada.

Por difícil que la misma pudiese ser, una mejor decisión sería la de declarar la victoria, acotar las pérdidas estadounidense, retirar a los militares de los EE.UU. de Irak y devolverle el país a los iraquíes. En Vietnam, las elites políticas de una superpotencia arrogante fueron renuentes a retirar las fuerzas estadounidenses porque pensaban que el prestigio de los EE.UU. se deterioraría. El atolladero sobreviniente y el eventual retiro, sin embargo, deslustraron aún más el prestigio de los EE.UU.. Lo mismo probablemente será cierto en el lodazal de Irak.

Mientras tanto, Irán y Corea del Norte–ambos países ahora temerosos de un eventual ataque estadounidense–están utilizando la preocupación de EE.UU. con la ocupación de Irak y Afganistán para acelerar sus programas nucleares. Con los Estados Unidos estancados en esos infiernos, Irán y Corea del Norte calculan que las oportunidades de una invasión estadounidense en el corto y mediano plazo son remotas. Están empleando sabiamente el tiempo para obtener o realzar la última disuasión contra la aventura estadounidense. La administración fue forzada recientemente a suavizar su postura intransigente en la negociación con Corea del Norte.

¿Y se acuerda que el neo-conservador se jactaba de que una invasión de Irak le daría tanto prestigio e influencia a los Estados Unidos que el problema de Palestina se solucionaría prácticamente por sí mismo? Una vez más, la administración Bush sobrestimó lo que una superpotencia podría alcanzar y subestimó el aborrecimiento anti-EE.UU. en el Medio Oriente. En su apuesta por “democratizar” a la región, los Estados Unidos decidieron no tener nada más que ver con Yasir Arafat, el líder electo de los palestinos. En cambio, los estadounidenses ejercieron presión sobre Arafat para que designase como primer ministro a Mahmoud Abbas, quien no tenía ninguna legitimidad a los ojos de los palestinos. Percibido como un lacayo estadounidense, la forzada designación de Abbas meramente apuntaló la declinante estatura de Arafat entre los palestinos, y no hizo nada por detener la violencia, envolviendo aún más a los Estados Unidos en el pantano del proceso de paz del Oriente Medio. Abbas ha ahora dimitido, poniendo al proceso en una conmoción.

Todo lo cual nos deja con los remanentes de una fallida política intervencionista–y sin un lugar a donde dirigirnos.

Traducido por Gabriel Gasave

  • es Asociado Senior en el Independent Institute y Director del Centro Para la Paz y la Libertad del Instituto.

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