MANAGUA— Los muros políticos no sirven. Los berlineses orientales, ansiosos de libertad, redujeron a escombros el Muro de Berlín. Los mongoles se saltaron a la garrocha la Gran Muralla China. Los griegos penetraron la muralla que protegía a Troya. Y los inmigrantes pasaron por el costado de la “cerca de tortilla” erigida entre San Diego y Tijuana en los años 90 para impedir el ingreso ilegal de extranjeros a los Estado Unidos.
¿Por qué, pues, los legisladores estadounidenses aprobaron –y el Presidente Bush ha ofrecido promulgar– una ley que destina $1.200 millones a la construcción de un muro de 700 millas a lo largo de la frontera con México? Formulé esta misma pregunta al Presidente electo de México, Felipe Calderón, y a algunos dirigentes centroamericanos la semana pasada. La respuesta fue: para que parezca que están haciendo algo. Todos concordaron en que los congresistas responsables de la Ley de la Cerca de Seguridad tienen poca fe en su propia criatura. Tan poca, que han concedido al gobierno la sutil potestad de emplear parte del dinero en otros fines, como la construcción de carreteras.
Apenas fue aprobada la ley, el presidente Bush afirmó: “La aplicación de esta ley por sí sola no funcionará”. Sabía bien de qué hablaba: diversos mecanismos de control han sido aplicados desde los años 90 y el flujo migratorio no ha menguado. El 60 por ciento de los inmigrantes indocumentados ingresaron en los últimos diez años.
El muro envía una terrible señal a los aliados de los Estados Unidos en América Latina. Pocos dirigentes han asumido los valores “estadounidenses” con más ahínco que Felipe Calderón. Está por verse si gobernará en consecuencia, pero su visión es inequívoca: “Dentro de veinte años”, me dijo, “quisiera ver una verdadera zona de libre comercio en América del Norte, que no se limite al libre flujo de bienes y servicios sino que incluya también la libre movilidad de trabajadores. Los estadounidenses no tienen nada que temer. Si seguimos realizando reformas y atraemos muchas más inversiones hacia México, generaremos millones de empleos y de ese modo detendremos la inmigración ilegal; al final, tendremos flujos razonables en una y otra dirección, como los hay en la Unión Europea en la actualidad entre países que antes tenían diferentes niveles de desarrollo”. En esta materia, las ideas de avanzada provienen, claramente, del sur.
América Central —la segunda fuente de emigración hacia los Estados Unidos— está siendo absurdamente castigada. Sobreponiéndose a una virulenta oposición interna, algunos dirigentes centroamericanos han enviado soldados a morir en Irak sólo para simbolizar con ello su adhesión a los Estados Unidos. El Salvador ha realizado la más profunda reforma de libre mercado en el hemisferio después de Chile y ha reducido la pobreza al 35 por ciento de la población en la última década. A ojos de la gran mayoría de los salvadoreños, el muro significa que esto no importa a nadie en Washington.
En la campaña presidencial de Nicaragua, el candidato pro estadounidense Eduardo Montealegre, que se está acercando a Daniel Ortega (si, el mismo Daniel Ortega que incendió la pradera centroamericana en los años 80), ha quedado descolocado. Con el muro, Washington ha tirado de la alfombra bajo sus pies. Para no mencionar el hecho de que todos estos países suscribieron hace poco el Tratado de Libre Comercio de Centroamérica, enfrentándose a una considerable oposición local.
Nada de esto incumbe a los legisladores estadounidenses, desesperados por dar la impresión de estar haciendo algo antes de los comicios de noviembre. No se han molestado en revisar la sólida argumentación que contradice las justificaciones del muro fronterizo. ¿Quién dice que hay “demasiados” inmigrantes? En 1910, los inmigrantes constituían el 14 por ciento de la población; hoy día, la proporción es del 11 por ciento. ¿Quién dice que los inmigrantes no hablan inglés? Nueve de cada diez son bilingües y la segunda generación habla mejor inglés que español. ¿Quién dice que la mayoría de los inmigrantes reciben más en concepto de servicios estatales que lo que pagan en impuestos? Según la Academia Nacional de Ciencias, en el transcurso de su vida el inmigrante promedio pagará $80.000 más de lo que recibirá en prestaciones del gobierno.
Estoy convencido de que Estados Unidos recibiría un número de inmigrantes ilegales similar al actual si los indocumentados no pudiesen obtener un centavo en servicios estatales.
Los legisladores estadounidenses lo saben. Y el presidente Bush, que en el fondo es partidario de la inmigración pero quiere evitar una guerra civil en su partido, lo sabe. En la historia de la civilización, la mayoría de los muros fueron muros de “necesidad”: la necesidad de mantener alejados a los enemigos o de impedir la libertad. Esta vez, se trata de un muro “electivo”: los responsables optan por dar la impresión de erigir una barrera que saben que jamás funcionará y que tal vez nunca sea completada porque, cuando averigüen cómo hacer pasar el muro por las escabrosas barrancas y quebradas del sur de Arizona, México podría haberse convertido en una nación del primer mundo y los gringos podrían estar dirigiéndose hacia el sur en masa.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
El otro lado del muro
MANAGUA— Los muros políticos no sirven. Los berlineses orientales, ansiosos de libertad, redujeron a escombros el Muro de Berlín. Los mongoles se saltaron a la garrocha la Gran Muralla China. Los griegos penetraron la muralla que protegía a Troya. Y los inmigrantes pasaron por el costado de la “cerca de tortilla” erigida entre San Diego y Tijuana en los años 90 para impedir el ingreso ilegal de extranjeros a los Estado Unidos.
¿Por qué, pues, los legisladores estadounidenses aprobaron –y el Presidente Bush ha ofrecido promulgar– una ley que destina $1.200 millones a la construcción de un muro de 700 millas a lo largo de la frontera con México? Formulé esta misma pregunta al Presidente electo de México, Felipe Calderón, y a algunos dirigentes centroamericanos la semana pasada. La respuesta fue: para que parezca que están haciendo algo. Todos concordaron en que los congresistas responsables de la Ley de la Cerca de Seguridad tienen poca fe en su propia criatura. Tan poca, que han concedido al gobierno la sutil potestad de emplear parte del dinero en otros fines, como la construcción de carreteras.
Apenas fue aprobada la ley, el presidente Bush afirmó: “La aplicación de esta ley por sí sola no funcionará”. Sabía bien de qué hablaba: diversos mecanismos de control han sido aplicados desde los años 90 y el flujo migratorio no ha menguado. El 60 por ciento de los inmigrantes indocumentados ingresaron en los últimos diez años.
El muro envía una terrible señal a los aliados de los Estados Unidos en América Latina. Pocos dirigentes han asumido los valores “estadounidenses” con más ahínco que Felipe Calderón. Está por verse si gobernará en consecuencia, pero su visión es inequívoca: “Dentro de veinte años”, me dijo, “quisiera ver una verdadera zona de libre comercio en América del Norte, que no se limite al libre flujo de bienes y servicios sino que incluya también la libre movilidad de trabajadores. Los estadounidenses no tienen nada que temer. Si seguimos realizando reformas y atraemos muchas más inversiones hacia México, generaremos millones de empleos y de ese modo detendremos la inmigración ilegal; al final, tendremos flujos razonables en una y otra dirección, como los hay en la Unión Europea en la actualidad entre países que antes tenían diferentes niveles de desarrollo”. En esta materia, las ideas de avanzada provienen, claramente, del sur.
América Central —la segunda fuente de emigración hacia los Estados Unidos— está siendo absurdamente castigada. Sobreponiéndose a una virulenta oposición interna, algunos dirigentes centroamericanos han enviado soldados a morir en Irak sólo para simbolizar con ello su adhesión a los Estados Unidos. El Salvador ha realizado la más profunda reforma de libre mercado en el hemisferio después de Chile y ha reducido la pobreza al 35 por ciento de la población en la última década. A ojos de la gran mayoría de los salvadoreños, el muro significa que esto no importa a nadie en Washington.
En la campaña presidencial de Nicaragua, el candidato pro estadounidense Eduardo Montealegre, que se está acercando a Daniel Ortega (si, el mismo Daniel Ortega que incendió la pradera centroamericana en los años 80), ha quedado descolocado. Con el muro, Washington ha tirado de la alfombra bajo sus pies. Para no mencionar el hecho de que todos estos países suscribieron hace poco el Tratado de Libre Comercio de Centroamérica, enfrentándose a una considerable oposición local.
Nada de esto incumbe a los legisladores estadounidenses, desesperados por dar la impresión de estar haciendo algo antes de los comicios de noviembre. No se han molestado en revisar la sólida argumentación que contradice las justificaciones del muro fronterizo. ¿Quién dice que hay “demasiados” inmigrantes? En 1910, los inmigrantes constituían el 14 por ciento de la población; hoy día, la proporción es del 11 por ciento. ¿Quién dice que los inmigrantes no hablan inglés? Nueve de cada diez son bilingües y la segunda generación habla mejor inglés que español. ¿Quién dice que la mayoría de los inmigrantes reciben más en concepto de servicios estatales que lo que pagan en impuestos? Según la Academia Nacional de Ciencias, en el transcurso de su vida el inmigrante promedio pagará $80.000 más de lo que recibirá en prestaciones del gobierno.
Estoy convencido de que Estados Unidos recibiría un número de inmigrantes ilegales similar al actual si los indocumentados no pudiesen obtener un centavo en servicios estatales.
Los legisladores estadounidenses lo saben. Y el presidente Bush, que en el fondo es partidario de la inmigración pero quiere evitar una guerra civil en su partido, lo sabe. En la historia de la civilización, la mayoría de los muros fueron muros de “necesidad”: la necesidad de mantener alejados a los enemigos o de impedir la libertad. Esta vez, se trata de un muro “electivo”: los responsables optan por dar la impresión de erigir una barrera que saben que jamás funcionará y que tal vez nunca sea completada porque, cuando averigüen cómo hacer pasar el muro por las escabrosas barrancas y quebradas del sur de Arizona, México podría haberse convertido en una nación del primer mundo y los gringos podrían estar dirigiéndose hacia el sur en masa.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
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