Las críticas izquierdistas al libertarianismo se han incrementado últimamente, un fenómeno que justifica una explicación. Nosotros, los libertarios, podríamos justificadamente hallarla bastante confusa. Durante décadas hemos considerado que nuestra batalla estaba mayormente pérdida, al menos en el corto plazo. Somos una minoría pequeña y relativamente carente de poder. El Estado ha causado estragos, expandiéndose virtualmente en casi todas direcciones a lo largo de toda mi vida y la de mis padres. No obstante, casi todas las semanas nuestra amada filosofía de no-agresión está sujeta a una crítica despiadada, relativamente bastante leída, de parte de ciertos progresistas. En la superficie, parece al menos tan mal encausada como la histeria derechista respecto de los marxistas durante la Guerra Fría. Pero al menos el marxismo era el supuesto dogma de la Unión Soviética, un régimen con miles de ojivas nucleares listas para ser lanzadas. ¿Por qué entonces tanta preocupación por tan poca cosa?

Podríamos recorrer todas estas críticas línea por línea y exponer los numerosos errores fácticos y las groseras malas interpretaciones, ya sean hipócritas o no intencionadas. Pero podría ser más útil preguntarnos, ¿Por qué todo este énfasis en la supuesta amenaza demoníaca del libertarianlismo en primer término?

No hace mucho Jacob Weisberg declaraba el fin del libertarianismo en la publicación Slate. ¿La hora de la muerte? El colapso financiero, que demostraba que nuestra “ideología no tiene ningún sentido”. Menos de tres años después, la misma publicación en la web está exponiendo “la estafa de la libertad”: “Con el libertarianismo por todas partes, es difícil recordar que apenas en una fecha tan reciente como la década de 1970, no se lo hallaba por ningún lado”.

Gracioso, pensaba que el liberartarianismo estaba muerto. Ahora resulta que es una estafa insidiosa digna de múltiples artículos exponiendo el peligro que se esconde debajo de la fachada. En 28 meses, nuestra difunta ideología ha resucitado en una amenaza omnipresente.

Si solamente fuera eso. Pese a la histeria de los izquierdistas de que el libertarianismo está penetrando a los Tea Party, definiendo la política republicana, y es central al mensaje expuesto por Glenn Beck, esto es algo que está tan alejado de la verdad, un delirio tan paranoico, que hace que los bocetos más incoherentes de Beck sobre su notoria pizarra luzcan en comparación como un análisis político plausible y sensible.

El gobierno se torna más grande cada día y cada año, no importa cómo lo mensuremos. Hay más leyes, más policías, más presos que nunca. El imperio y el poder presidencial han venido aumentando desde hace décadas. El gasto se ha incrementado en todos los niveles. Nuevas burocracias, edictos, programas sociales, y prohibiciones surgen constantemente. Prácticamente ninguna regulación es jamás derogada—sí, allá por la década de 1990, Clinton firmó una desregulación parcial de ciertas prácticas bancarias (con la oposición de Ron Paul, ya que era falsa, para empezar), que no tenía nada que ver con la crisis financiera y sin embargo se la culpa por todos los problemas económicos que tuvieron lugar en la última década. Sí, allá por la década de 1980, Reagan redujo las tasas impositivas marginales a la vez que aumentó otros tributos y se posicionó para duplicar el gobierno federal, y, de acuerdo con los socialistas, desde entonces hemos estado en una espiral de laissez-faire. Pero cualquiera que realmente piense que el libertarianismo ha sido dominante en este país claramente tiene muy poca comprensión de qué es el libertarianismo—o está totalmente alejado de la realidad.

Weisberg se equivocó en 2008 cuando predijo la desaparición de nuestra filosofía tras una época de gran influencia, y el escritor compañero de ruta en Slate se equivoca ahora cuando piensa que la ve por todas partes. Es revelador, sin embargo, que cuando eligen ir tras los conservadores del Tea Party, los “think-tanks” de Washington D.C., y el ala derecha del Partido Republicano, por lo general no atacan a estas personas por sus muchas opiniones anti-libertarias (opiniones a las que la izquierda dice oponerse también): Su amor por el Estado policiaco, su apoyo a la guerra contra las drogas, su desprecio por la Cuarta Enmienda, su comodidad con la tortura, su satanización de los inmigrantes y extranjeros, y, sobre todo, su inquebrantable afición militarista. No, estas posiciones, si bien pasadas de moda en algunos círculos socialistas, están al menos dentro de los parámetros respetables del debate. Pero si algún conservador alguna vez mencionó la Décima Enmienda de manera favorable, cuestionó la legitimidad del Estado de Bienestar, o dijo tal vez que el déficit presupuestario debería ser recortado por lo menos un tercio este año—¡que horror! Esto va mucho más allá de los límites de la discusión razonable.

Y, da la casualidad que estas son posiciones que los libertarios hallaríamos de alguna manera agradables, y así vemos que el verdadero problema con Glenn Beck no son sus coqueteos con el fascismo y el militarismo; es la extraña manera en que se pregunta en voz alta si el gobierno se ha vuelto un tanto demasiado grande y podría representar una amenaza para la libertad. Los conservadores populistas no son expuestos por ser proteccionistas—eso es tolerable—sino en cambio por aferrarse a sus armas y el localismo. Los expertos en políticas neolibertarias no son atacados por ser blandos sobre la guerra sino por ser demasiado duros con el Estado.

El hecho es que la mayoría de los socialistas odian y temen al libertarianismo más de lo que se oponen al conservadurismo moderno. Tiene sentido. En primer lugar, los conservadores y los socialistas parecen estar de acuerdo en el 90% de los temas, ciertamente en comparación con las opiniones de los libertarios principistas. Todos ellos son partidarios de contar con fuerzas armadas fuertes. Nosotros tendemos a desear abolir los ejércitos permanentes. Todos ellos consideran que la policía necesita más poder—para acabar con las armas, si usted es un socialista, y para acabar con las drogas, si usted es un conservador. Nosotros los libertarios creemos que la policía tiene demasiado poder y coqueteamos con la idea de acabar con ella por completo. Los conservadores y los socialistas desean todos mantener intactos el Medicare, la Seguridad Social, y las escuelas públicas, con pequeños ajustes. Nosotros vemos a estos programas como lo que son: programas autoritarios y regresivos de la clase parasitaria para controlar a los jóvenes y fomentar los conflictos inter-generacionales.

Segundo, el conservadurismo es una oposición mucho mejor para que los socialistas lo ataquen que el libertarianismo. Ellos pueden lidiar con la amistosa rivalidad entre fascistas y socialistas. Con el Estado central como su punto de confluencia, los dos campos disfrutan de proferirse insultos el uno al otro, jugar juegos de guerra culturales, compitiendo por el poder, haciendo lo que pueden para expandir al gobierno sabiendo que incluso si perdiesen el control, éste eventualmente regresará a ellos.

Esto podría explicar por qué cuando los izquierdistas condenan el conservadurismo por sus hipócritas reclamos al libertarianismo, rara vez prosiguen afirmando que el verdadero libertarianismo sería en realidad preferible. Por el contrario, el argumento suele ser el de que dado que los conservadores después de todo son colectivistas, deberían encariñarse con el sabor del colectivismo socialista adoptado por los demócratas. La izquierda afirma correctamente que la derecha no abraza a la genuina libre empresa, sino al socialismo para los ricos, y que la derecha no está en verdad a favor de un Estado pequeño, no cuando este viene a imponer sus valores. ¿Pero entonces la izquierda concluye que el libertarianismo no es tan malo, después de todo? No usualmente. Porque al final, cuanto más anti-gobierno es la derecha, más es una amenaza para el proyecto de la social democracia y el militarismo humanitario de la izquierda.

Pero el libertarianismo, aunque débil su influencia hoy en día, es una amenaza mucho mayor en el largo plazo para la izquierda que cualquier forma de conservadurismo, y los intelectuales de izquierdas lo perciben aún cuando no pueden explicar por qué. El izquierdismo, lo sepan o no, es una permutación distorsionada de la tradición liberal clásica. La izquierda estatista pactó con el diablo—el Estado-nación, la autoridad centralizada de la clase más rapaz—supuestamente con el objetivo de acelerar la liberación del hombre común y la nivelación del campo de juego. Más de un siglo después de que los progresistas y socialistas distorsionaron al liberalismo en una ideología anti-libertad y pro-Estado, ven que han hecho del mundo un gran descalabro y que, como ellos mismos se quejan, la desigualdad social persiste, el corporativismo florece y las guerras se propagan. Como los principales arquitectos políticos del siglo 20 en Occidente, no tienen nadie a quien culpar sino a sí mismos, por lo que nos toman por blanco—a los verdaderos liberales, aquellos que nunca dejan de lado el auténtico idealismo liberal, que aman la dignidad y los derechos individuales de cada hombre, mujer o niño, independientemente de su nacionalidad o clase, y aborrecen la violencia estatal y el autoritarismo coercitivo en todas sus formas.

Pero Barack Obama es realmente lo que ha hecho que la ilusión de la izquierda liberal cediese ante el peso de su propia absurdidad. Aquí tenemos al perfecto modelo de la izquierda liberal socialdemócrata. Derrotó a la centrista Hillary Clinton y luego ganó las elecciones nacionales. Tuvo un Congreso demócrata durante dos años. Tuvo capital político a raudales en virtud de continuar a una completamente fallida e impopular administración republicana. El mundo le dio la bienvenida. El centro lo vitoreó. ¿Y qué hizo?

Arrojó dinero con pala a los EE.UU. corporativos, los bancos y los fabricantes de automóviles. Abogó por los rescates financieros de las mismas empresas de Wall Street a las que sus partidarios culparon por el colapso financiero. Eligió el CEO de General Electric para supervisar el problema del desempleo. Designó a los clientes habituales del corporativismo estatal para cada rol importante en la planificación centralizada de las finanzas. Después de garantizar una nueva era de transparencia, condujo todas sus actividades regulatorias detrás de un manto de silencio sin precedentes. Planeó su esquema de atención de la salud, la joya de la corona de su agenda doméstica, en alianza con las compañías farmacéuticas y aseguradoras.

Continuó la guerra en Irak, extendiendo incluso el cronograma de Bush con el objetivo de permanecer más tiempo que el planeado por la anterior administración. Triplicó la presencia de los EE.UU. en Afganistán y luego le tomó más de dos años anunciar una eventual reducción para retrotraerla a sólo el doble de la presencia de Bush. Amplió la guerra en Pakistán lanzando ataques con aviones teledirigidos a un ritmo vertiginoso. Comenzó una guerra con pretextos falsos en Libia, cambiando las reglas de juego y haciendo todo esto sin la aprobación del Congreso. Bombardeó Yemen y mintió al respecto.

De manera entusiasta aprobó escuchas telefónicas no autorizadas, la remisión de sospechosos a países extranjeros para su interrogatorio, la Ley Patriota, el abuso en las prisiones, la detención sin juicio, violaciones al hábeas corpus, y repugnantes medidas de seguridad invasivas en los aeropuertos. Deportó a más inmigrantes que Bush. Incrementó el financiamiento de la guerra contra las drogas en México. Invocó la Ley de Espionaje más que todos los presidentes anteriores juntos, torturó a un denunciante, y reclamó el derecho de matar a cualquier ciudadano de los EE.UU. de manera unilateral en la tierra sin siquiera un voto de aprobación del Congreso o un encogimiento de hombros de los tribunales.

Los liberales de izquierda que apoyan a este criminal de guerra y cómplice de Wall Street han hecho su elección: es mejor tener al militarismo y al Estado policiaco, con tal que ello signifique un poco más de influencia sobre la política nacional, aún si ella también se ve comprometida por la interferencia corporativa, que el hecho de adoptar una agenda radical contra la guerra que pudiese complicar sus aspiraciones domésticas.

Nuestros críticos se quejan de que los Estados Unidos se han “movido hacia la derecha” en las últimas tres décadas, y eso supuestamente incluiría al historial de Obama hasta ahora, el cual parece mayormente un tercer mandato de Bush. Sin embargo, ni una sola de las atroces políticas mencionadas es aceptable para los libertarios. Todas ellas son un anatema para los libertarios. Y también lo son casi todas las políticas emprendidas en las últimas tres generaciones. Y seguramente, esto es válido sobre todo para las guerras. Los pocos honestos de la izquierda lo reconocen. Como lo expresa el iconoclasta Thad Russell:

Soy un hombre de izquierdas. Fui criado por los socialistas en Berkeley. Siempre he sido de izquierdas. Me topé con Antiwar.com hace unos tres años. . . . Esto es lo que la izquierda debería estar haciendo. Esto es lo que la izquierda debería estar diciendo. . . . Libertarios como Antiwar.com, como Ron Paul, han sido las principales voces del movimiento contra la guerra. Ellos han sido los más principistas, los más consistentes, sin importar quién es el presidente. Ellos han estado diciendo una y otra vez: “Estas guerras son desastres El imperio debe terminar”. Y la izquierda los rechaza porque creen que son cómplices de las corporaciones o son racistas o no se preocupan por la gente. ¿Cómo podrían no preocuparse por la gente si son las principales voces contra la matanza de personas en nuestro nombre?

Ciertamente, si en verdad no nos preocupamos por la gente, ¿por qué los libertarios desperdiciaríamos tanto tiempo librando lo que a menudo parece ser una batalla sisifeana? ¿Por qué tan solo no presionamos por contratos federales en Washington? ¿Por qué no conseguimos puestos en el gobierno y vivimos de los contribuyentes? ¿Por qué no ignoramos por completo a la política, en lugar de preocuparnos día y noche por las políticas opresivas cuyos efectos directos son más a menudo soportados por otras personas? El hecho es que el libertarianismo es un sistema ético cuyo descubrimiento tiende a compeler a quienes se adhieren a él a luchar—y mayormente no a favor de sí mismos, sino por la libertad de sus semejantes, de perfectos desconocidos.

Por desgracia, la mayor parte de la izquierda no se centrará preferiblemente en el 98% de la agenda de Obama que se asimila a la de George W. Bush, incluidos todos los excesos de la guerra contra el terror que condenaron durante siete años. O cómicamente atribuirán el historial de Obama que se asemeja al de Bush como parte de la “cultura del individualismo” de la cual los libertarios somos de alguna manera responsables. Al libertarianismo, comprenda usted, se lo puede encontrar en la Casa Blanca de Obama tanto como asecha detrás de cada Bush. Usted puede expandir el gobierno en todos las áreas pero si dice algo bueno sobre el mercado o reduce los impuestos en un par de puntos porcentuales, de todo lo malo que suceda en su vigilia será culpable el libertarianismo.

Ya sea por una mala orientación intencionada o no, estos izquierdistas colocan sus animadversión sobre aquellos que se atreven a pensar que un gobierno federal de casi cuatro billones de dólares (trillones en inglés) es demasiado grande, culpando a los republicanos por ser demasiado libertarios y culpando a los libertarios por ser demasiado idealistas o egoístas. Incluso van tras Ron Paul, que siempre ha prometido reducir de inmediato el Estado beligerante y la guerra contra las drogas, mientras que es más gradualista respecto del Estado de Bienestar. Incluso lo atacan por su heroica postura sobre la legalización de la heroína. ¿Por qué? Ellos tienen que cuestionar la idea misma del libertarianismo, incluso si ello significa asestarnos un golpe por las posiciones que creíamos que compartían, como sobre la reforma en materia de drogas.

Durante los años de Bush, muchos libertarios, incluido yo mismo, sostuvimos que dichosamente toleraríamos, de momento, al Estado de Bienestar de los demócratas si en verdad ello significaba el final de la máquina de guerra y el Estado policíaco neoconservador. Por supuesto, ahora tenemos a los tres con una fuerza más plena que en muchas décadas. Mientras que por el bien de la paz, muchos de nosotros toleraríamos el bienestar, los socialistas son diferentes: En aras del bienestar, tolerarán la guerra o por lo menos al emperador peleándola. Karl Hess tenía razón: “Cada vez que usted pone su fe en el gobierno grande por cualquier razón, tarde o temprano uno termina un apologista del asesinato en masa”.

Todo aquel que vota por Barack Obama, un hombre con la sangre de miles de inocentes en sus manos, para evitar una nueva administración republicana que presumiblemente (aunque improbable) reducirá al Estado nacional, parecería tener algunas prioridades contritas. ¿Usted realmente se preocupa por la gente más pobre y más inocente? Arroje a su partido, su presidente, sus sueños socialdemócratas bajo el autobús—amenace con retirarle sus votos a cualquier demócrata que preste su apoyo a cualquier guerra alguna vez.

Dicha plática sobre quitarle apoyo al Estado asusta a la izquierda estatista, que puede también sentirse muy avergonzada del hecho que los opositores más principistas del imperio y la opresión no sean, obviamente, los intervencionistas económicos, sino aquellos cuya filosofía yace en algún lugar del espectro entre el anarquismo y el anti-federalismo. Aparte de su pura verg�enza, hay otra explicación para su deflexión, para sus ataques contra el libertarianismo mientras su presidente hace trizas el Bill of Rights, quiebra al país, y masacra en su nombre: La izquierda sabe que en el muy largo plazo, el libertarianismo es realmente el gran adversario filosófico al que debe enfrentar. El conservadurismo es categóricamente la ideología del pasado.

El choque futuro será entre quienes buscan la libertad del Estado y aquellos que buscan la salvación a través del Estado, aquellos que ven al Estado como el enemigo y aquellos que de alguna manera piensan que el Estado puede proteger a las masas de la clase dominante. Como libertarios, nuestro sueño es más utópico y nuestros ideales son más elevados, pero nuestra comprensión de la realidad es mucho más fundamentada y justificada. El sistema basado en la voluntad y el mercado es mucho más humanos y productivo que cualquier otra alternativa coercitiva. El Estado es el enemigo del hombre común. Esta es una verdad inmutable de la condición humana. Obama, como Bush antes de él, sólo demuestra la imposibilidad de divorciar al partido del poder del partido del privilegio. Eventualmente los jóvenes, los idealistas y aquellos que esperan un cambio se alejarán de las promesas mentirosas del estatismo de izquierdas y abrazarán el programa radical y realista de la libertad individual. Ya ha comenzado a suceder, razón por la cual el otro bando se encuentra frenético y atemorizado.

Traducido por Gabriel Gasave


Anthony Gregory fue Investigador Asociado en el Independent Institute y es el autor de American Surveillance.