Washington, DC—Aunque no descarto enfáticamente haber intentado, en mi juventud, la “caminata lunar” sobre un patín en marcha, tuve más fascinación por el personaje de Michael Jackson que por la letra de sus canciones, su videos o su ecléctica versión del “rock”. Fue un hereje moderno, algo que nos dice más acerca de la época en que vivimos que del rey del “pop”.

Todas las épocas tuvieron herejes. Hasta la Era Moderna, los herejes desafiaron las leyes o la moral emanadas de la ortodoxia religiosa. Sócrates fue sentenciado a muerte por haber ofendido a los dioses griegos con su filosofía inquisitiva. Simón El Mago, el primer hereje de la Era Cristiana, trató de probar sus poderes divinos levitando pero fue detenido en pleno vuelo por las plegarias de los apóstoles, tras lo cual se precipitó a la Tierra, se partió las extremidades y fue debidamente lapidado. Los gnósticos, que observando el mundo corrupto concluyeron que Dios era imperfecto, fueron perseguidos. Pelagio, que atacó al dogma del pecado original, fue desterrado de Roma.

En la Edad Media, muchos de los iconoclastas a quienes León III ordenó remover las imágenes de las iglesias fueron asesinados. Los cátaros, que negaban que Jesús pudiese haber sido humano y al mismo tiempo divino, provocaron una cruzada en su contra. Y así sucesivamente......hasta llegar a Erasmo y Lutero.

En tiempos modernos, con la separación de la Iglesia y el Estado, el creciente respeto por los derechos individuales y las bridas que se le puso al poder político, la herejía perdió su lugar en gran parte de Occidente. Fue reemplazada, poco a poco, por otras formas de rebeldía social: figuras públicas que desdeñaron las costumbres prevalecientes, y a veces las leyes, de modo más superficial. Cuanto más libre una sociedad, menos vigente el viejo concepto de herejía. A eso se debe que consideremos a los disidentes de los países comunistas, de las teocracias islámicas o de las dictaduras militares los verdaderos herederos de la tradición herética. En suma, el surgimiento de la tolerancia desplazó gradualmente a la herejía hacia los confines periféricos de la civilización occidental y aquellas regiones de Oriente en las que persiste algún tipo de ortodoxia implacable.

Pero Occidente no perdió su apetito de herejía. Existe mucha gente que desafía todo el tiempo lo que ella percibe como parte de la norma social; cuando se convierten en figuras públicas, tienen seguidores. Si son capaces de cautivar la imaginación de millones de personas con su talento artístico, como lo fue Jackson, el número de seguidores puede ser muy vasto.

Los hambrientos de herejía a veces atribuyen más significación a sus ídolos humanos del que ellos mismos aceptarían con comodidad. Lady Di llegó a ser vista como la “princesa del pueblo”, según la feliz descripción de Tony Blair tras su deceso, porque sus constantes rencillas con el Palacio de Buckingham encerraban, a ojos de millones de británicos, reminiscencias de las viejas luchas entre los nobles y la Corona que habían acabado por recortar las alas autoritarias de reyes y reinas. Del mismo modo, la gente creía ver en Michael Jackson a alguien que desafiaba las leyes físicas y biológicas, se tratara de la gravedad (su “moonwalk” o “caminata lunar”), del registro vocal (ese falsetto contratenor que lo hacía sonar como un castrato), de la genética (la cambiante pigmentación de su piel) o del envejecimiento (el infantil rancho Neverland).

Es fácil desestimar todo esto por excéntrico, raro y banal. Y acaso sería excéntrico, raro y banal no hacerlo. Pero es obvio que Jackson tenía, además de esos rasgos de personalidad, talento e imaginación suficientes como para ubicarse, a ojos de muchas personas alrededor de mundo, por encima de la mayoría de las figuras del “pop”. Parecía hablarles no solamente a sus instintos sensoriales sino también a su sentido de la herejía, a su desencanto con el mundo y su vago aunque poderoso afán de ponerlo patas para arriba. Esa “conexión” emotiva se tradujo en una lealtad, por parte de sus fans, que sobrevivió al tremendo trauma planteado por las persistentes denuncias de abuso infantil, uno de los mayores tabúes de nuestra época.

Admitiré, no obstante lo frívolo que pueda parecerles a quienes no eran sus fans, que –dado que nuestra sociedad reclama herejía— la de Michael Jackson fue mucho menos perjudicial que otras que hay por allí: incluida, por ejemplo, la tendencia de influyentes intelectuales en los Estados Unidos y Europa a despreciar las bondades de la llamada “sociedad de consumo” y a elogiar el valor “prístino” de instituciones políticas y económicas que no representan otra cosa que tiranía en las regiones menos desarrolladas del mundo.

(c) 2009, The Washington Post Writers Group


Alvaro Vargas Llosa es Asociado Senior en el Independent Institute.