En 1971, Fidel Castro visitó Chile, donde el gobierno izquierdista de Salvador Allende estaba bajo la presión del segundo movimiento marxista más poderoso del hemisferio occidental para acelerar el proceso revolucionario. El presidente proporcionó al visitante cubano un edecán militar. Su nombre era Augusto Pinochet Ugarte: el mismo hombre que en 1973 derrocó a Allende para evitar lo que denominó "una segunda Cuba".

Treinta y cinco años después, los dos ancianos que encarnaban las dos vertientes opuestas del autoritarismo latinoamericano vieron su salud deteriorarse de manera irreversible. Pinochet parecía a punto de escoltar a Castro nuevamente, esta vez camino al más allá. En los últimos meses, los latinoamericanos venían preguntándose: ¿Quién pasará primero por esa puerta? El domingo pasado, el edecán decidió pasar primero. A veces es así.

La diferencia entre ellos es que Castro, quien ha estado en el poder casi tres veces más tiempo que Pinochet y ha cometido aún más crímenes, sigue teniendo algunos adeptos alrededor del mundo mientras que Pinochet era uno de los hombres más repudiados del planeta. ¿Por qué fue Pinochet más odiado que otros dictadores?

Probablemente porque despertaba la mala conciencia de casi todo el espectro político. Para la izquierda, simbolizaba las consecuencias trágicas de la utopía socialista en el Tercer Mundo. Para la derecha, personalizaba la diabólica tentación de renunciar al Estado de Derecho cuando las instituciones políticas de la democracia son sometidas a una prueba límite. Para los demócratas latinoamericanos de izquierda y de derecha, era un recordatorio cotidiano de su propio fracaso a la hora de generar prosperidad económica. Para los partidarios del libre mercado, era ese ejemplo desagradable de éxito económico y represión política que solía hacer tan difícil la defensa del libre mercado sin que pareciera que se estaba condonando la tortura y el asesinato en masa. Y para las agrupaciones de derechos humanos, era, hasta el descubrimiento de su fortuna oculta en 2004, el dictador "ético" que podía ser acusado de muchas cosas pero no de corrupción.

La saga de Pinochet no comenzó con el sangriento golpe de Estado de 1973. Se inició con la lucha de clases desatada por la izquierda marxista cuando trató de empujar a Allende hacia una revolución total. Allende había obtenido sólo un tercio del voto popular y, de acuerdo con la Constitución de Chile, el Congreso lo declaró presidente por encima de su adversario de centroderecha tras su compromiso de respetar el Estado de Derecho. La responsabilidad de la izquierda chilena en la erosión del Estado de Derecho y el establecimiento de un gobierno militar de 17 años que provocó atrocidades en materia de derechos humanos y la interrupción de una tradición democrática es una irrefutable verdad histórica. Hoy día, el gobierno socialista de Chile es la antítesis del gobierno de Allende precisamente por ello. La izquierda se siente muy incómoda con esta humillante lección de la historia.

Pero la centroderecha, representada en Chile por los demócrata-cristianos, también tenía motivos para sentirse culpable. La DC votó por Allende en el Congreso cuando éste no logró una victoria suficiente en las urnas y pidió el golpe de Estado abiertamente cuando su gobierno se volvió un caos. Pronto se dio cuenta de que Pinochet no pretendía restaurar el gobierno democrático y estaba decidido a establecer una autocracia permanente, que finalmente procuró institucionalizar mediante una constitución hecha a su medida en 1980. Los demócrata-cristianos de Chile y del resto del mundo nunca superaron del todo ese sentimiento de culpa. Esta es probablemente una de las razones por la que siguen siendo aliados de los socialistas en la coalición gobernante conocida como la "Concertación", incluso a pesar de que tienen mucho en común con los partidos conservadores chilenos.

Los demócratas de los países en vías de desarrollo veían también con verg�enza que un soldado con capacidad intelectual muy limitada fuera capaz de presidir una transformación económica. Las reformas de Pinochet sucedieron casi por casualidad cuando, dada la devastación de la economía, el general contrató a una camarilla de jóvenes economistas familiarizados con las ideas de un tal Milton Friedman, de quien Pinochet jamás había escuchado hablar. Como los mercados libres tienden a generar prosperidad independientemente de la naturaleza moral del régimen que abre la economía de un país, Chile prosperó. Sabemos también que las dictaduras no duran mucho una vez que abren la economía, pues la clase media tiende a expandirse y a experimentar el deseo de participación política y cívica. A eso se debe que Pinochet perdiera el referendo en 1988 y que Fidel Castro, quien coqueteó con mercados limitados en los años 90, revirtiera el rumbo rápidamente.

Algunos partidarios del libre mercado aducen, para justificar su régimen, que las reformas liberales abrieron el camino de la democracia. Pero las reformas podían haberse llevado a cabo fácilmente sin asesinar a 3.197 personas, torturar a unas 29.000 y enviar a miles más al exilio —las horrendas violaciones de los derechos humanos exhibidas por la Comisión Nacional Para la Verdad y la Reconciliación en 1991. En realidad, es probable que Pinochet contribuyera a postergar la causa del libre mercado en América Latina porque la mayoría de los gobiernos temían ser asociados con su régimen. El hecho de que la oposición conservadora chilena se distanciara públicamente de Pinochet en los comicios de 1999 y 2005 —y que sus ex candidatos presidenciales se mantuvieran alejados del hospital militar donde el general falleció el domingo pasado— sugiere el deseo de romper esa embarazosa conexión de una vez por todas.

Finalmente, las agrupaciones de derechos humanos vivieron frustradas durante años con la imagen de Pinochet, que pasaba por un dictador austero que jamás robó un peso. Esa imagen proporcionó a los tribunales chilenos una cobertura para no actuar en contra del general hasta que su detención en Londres en 1998 hizo imposible evitar enjuiciarlo dentro del país. Si los chilenos hubiesen sabido que tenía millones guardados en cuentas bancarias en el exterior, habría sido casi imposible no juzgarlo por malversación; ello, a su vez, hubiese conducido a su procesamiento por violación a los derechos humanos. Sin esa información, el argumento contra su procesamiento fue siempre que la transición de Chile correría peligro.

La imagen de Pinochet cambió cuando en 2004 una investigación del Senado estadounidense tropezó con la evidencia de que el general había acopiado millones de dólares en el ex Banco Riggs y en otras entidades financieras utilizando una docena de identidades falsas. Luego, una interminable lista de revelaciones echó por tierra la idea de que puede existir una dictadura sin corrupción. Pero entonces era demasiado tarde. A pesar de que no pudo evitar que le levantaran la inmunidad un total de 14 veces y sufrió arresto domiciliario, Pinochet logró, amparándose en la demencia senil, que no lo sentenciaran y que no lo llevaran a prisión.

Cuando supo del deceso de Pinochet el domingo pasado, un conocido escritor uruguayo de izquierda dijo: "La muerte derrotó a la justicia". En realidad, fue al revés: el viejo dictador murió sabiendo que había provocado mala conciencia en suficientes personas como para hacer de él una de los personajes más denigrados. Hay algo de justicia poética en ello.


Alvaro Vargas Llosa es Asociado Senior en el Independent Institute.