Una Webb de mentiras

1 de February, 2000

En The Foundations of Leninism (Los Fundamentos del Leninismo) Stalin declaraba: “Para el derrocamiento de la burguesía, debemos contar con los esfuerzos de los proletarios de varios países avanzados.” Lo que él aseguró en cambio fue la devoción servil de los intelectuales occidentales que afirmaban representar al proletariado: los intelectuales de izquierda. Con algunas excepciones, estos apologistas ni ignoraban ni negaban implacablemente las atrocidades del Stalinismo. Al hacerlo pues, se volvieron cómplices de ese baño de sangre que fue el comunismo soviético; es decir, el marxismo según lo popularizado por Lenin.

La carnicería era inevitable. El comunismo soviético abogó abiertamente por el empleo de la violencia a fin de crear al “nuevo hombre soviético”—un ser humano evolucionado cuya naturaleza conformaría a un colectivista ideal. Este hombre, multiplicado por millones, constituiría a nueva y valiente sociedad dedicada a un objetivo común y actuando como si estuviese dirigida por una sola voluntad. En síntesis, los comunistas soviéticos deseaban reprogramar a la naturaleza humana.

¿Pero cómo? Marx afirmaba que un hombre que hubiese crecido en el aislamiento no sería un ser humano. Por el contrario, sería humano un hombre que ha naufragado solo, debido a su socialización previa. El habría estado ya expuesto al lenguaje, al razonamiento, al arte…a todos los factores que crean la “humanidad.” Esencialmente, Marx sostenía que los seres humanos son construcciones sociales. Ludwig von Mises describió a la visión marxista del hombre individual: “La noción de un individuo, dicen los críticos, es una abstracción vacía.” Para llenar esta abstracción, a fin de moldearla en un hombre ideal, era necesario controlar absolutamente a la sociedad que lo definiría. Si se resistía a la redefinición, podía ser eliminado.

El intento de acelerar y dirigir la evolución fue condenado. Sin ningún beneficio, los liberales clásicos explicaron que un hombre que se desarrolló en el aislamiento seguiría siendo un ser humano con características humanas. Por ejemplo, tendría una escala de preferencias y actuaría para alcanzar primero a la más alta. Es cierto, sin la interacción social, mucho de su potencial nunca se desarrollaría. Por ejemplo, sería poco propenso a desarrollar las habilidades del lenguaje. Si fuera colocado dentro de una sociedad, sin embargo, estos potenciales podrían emerger. Pero si lo hicieran, el desarrollo sería posible solamente debido a su naturaleza inherente como un ser humano. No debido a que un colectivo los definió en existencia. Así, en vez de desarrollar a un nuevo hombre apto para un ideal político, los liberales clásicos adoptaron un enfoque político (los derechos naturales) apto para la naturaleza humana. Su sociedad ideal requería de pocos controles.

Tan inverosímil como el nuevo hombre soviético pudiese parecer, los radicales izquierdistas en occidente aplaudieron al experimento soviético. Creían claramente en la descripción de Trotsky en Literature and Revolution (La Literatura y la Revolución): el “tipo humano promedio” bajo el comunismo sería el igual de Aristóteles y “sobre esta cresta nuevas cumbres” de la humanidad se levantarían. Entre las voces más ruidosas alentando se encontraban las de los prominentes utopistas socialistas británicos, Sidney y Beatrice Webb.

En 1932, los Webbs viajaron a Rusia. Este era el mismo año en que Stalin dirigió una campaña genocida contra los kulaks—millones de granjeros, en gran parte ucranianos, que rechazaban ser colectivizados. Cuando dispararles probó ser demasiado lento, Stalin creó una hambruna incomunicando a los caminos y a las líneas ferroviarias. Entonces los kulaks fueron despojados de todo alimento, combustible, animales de granja, y semillas para plantar. El número de muertos está estimado variadamente entre seis y diez millones de personas.

Los Webbs viajaron por Ucrania durante el apogeo de la hambruna (1932—1933), entrevistándose con funcionarios soviéticos mientras avanzaban. Concluyeron que los anti-comunistas habían inventado la hambruna. El libro de dos volúmenes de los Webbs Soviet Communism: A New Civilization (1935) repetía la aseveración: ninguna hambruna había ocurrido, ni había sido planeada o de otra manera.

Malcolm Muggeridge, un corresponsal para el Manchester Guardian, también viajó por Ucrania en 1932—1933, pero él se apartó del itinerario soviético preenvasado. Llamó a la hambruna “la cosa más terrible que jamás haya visto” y sostuvo que “todos los corresponsales en Moscú se encontraban distorsionándola.” Describió la respuesta que le dieran los Webbs. “Los Webbs estaban furiosos. La Sra. Webb dice en su diario: ‘Malcolm ha regresado con historias sobre una hambruna terrible en la URSS. He tenido que ver al Sr. Maisky (el embajador soviético en Gran Bretaña) sobre la misma, y me doy cuenta de que él la tiene absolutamente equivocada.’ ¿Quién supondría que el Sr. Maisky diría, ‘no, no, por supuesto él tiene razón’?”

Muggeridge continuó: “La tía de mi esposa era Beatrice Webb. Y por lo tanto uno podía ver de cerca el grado en el cual todos sabían acerca del régimen, sabían todo respecto de la Cheka (la policía secreta) y todo los demás, pero les gustaba. Recuerdo a la Sra. Webb, quien después de todo era una persona muy cultivada de la clase alta y de mentalidad liberal, miembro temprano de la Sociedad Fabiana, etcétera, diciéndome, Sí, es cierto, la gente desaparece en Rusia.’ Ella lo decía con una satisfacción tal que yo no podía evitar pensar que había mucha gente en Inglaterra cuya desaparición ella hubiese deseado organizar.” Los Webbs apoyaron substancialmente a Stalin a través de la Gran Purga, las parodias de juicios e incluso el Pacto Hitler—Stalin.

Si la ex URSS posee algunas lecciones para el mundo, las mismas se encuentran en peligro de perderse. Las historias objetivas que deberían haberse escrito continúan siendo páginas en blanco. El muro de la negación de la izquierda permanece. Por ejemplo, Walter Duranty—corresponsal del New York Times que ganara un Premio Pulitzer por sus informes sobre Rusia—también descartó a la hambruna como propaganda. Hasta la fecha, el Times no ha publicado una retractación.

Mientras tanto, un doble estándar es aplicado a Rusia. A medida que las bombas devastan Chechenia, Clinton y gran parte de los medios miran lejos. El caos y el colapso de Rusia es atribuido al “capitalismo fallido” o a un Yeltsin borracho, no a las décadas ruinosas de totalitarianismo. No sorprende entonces que el comunismo soviético amenace con recuperar popularidad entre el pueblo ruso. Los radicales izquierdistas han traicionado a los trabajadores rechazando enfrentar el fracaso del “experimento soviético.” Algunos de ellos lo hacen en silencio, otros con palabras que mienten. En ambos casos, le niegan a los muertos el derecho a ser llorados. Y a los vivos, la necesidad de recordar.

Traducido por Gabriel Gasave

Artículos relacionados